domingo, 30 de agosto de 2009



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Denise Dresser

Politóloga. Licenciada en relaciones internacionales de El Colegio de México con maestría y doctorado en ciencia política de la Universidad de Princeton. Profesora e investigadora del Departamento Académico de Ciencia Política del ITAM, y autora de numerosos artículos académicos sobre política mexicana contemporánea y relaciones México-Estados Unidos. Ha sido profesora visitante en la Universidad de California, Berkeley y la Universidad de Georgetown. Fue conductora del programa Entre versiones en el Canal 40. Hace un comentario semanal titulado “La frontera de Cristal” con Javier Solórzano en W Radio.


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Llamado a hablar mal de México - 30 de agosto de 2009

Y en los tiempos oscuros, habrá canto? Sí. Habrá el canto sobre los tiempos oscuros —Bertolt Brecht Hace unos días, el presidente Felipe Calderón criticó a los críticos y convocó a hablar bien de México: “Hablar bien de México, de las ventajas que México tiene … es la manera de construir, precisamente, el futuro del país”. Y de allí, siguiendo su propio exhorto, pasó a congratularse porque la tasa de homicidios por cada 100 mil habitantes aquí es más baja que en Colombia, Brasil, El Salvador o Nueva Orleans. Las ventajas de México quedarán claras cuando decidamos hablar bien del país, concluyó.

Escribo ahora para pedirte —lector o lectora—- que hagas exactamente lo contrario a lo que el Presidente exige. Escribo ahora para recordarte que el estoicismo, la resignación, la complicidad, el silencio, y la impasibilidad de tantos explican por qué un país tan majestuoso como México ha sido tan mal gobernado. Es la tarea del ciudadano, como lo apuntaba Gunther Grass, vivir con la boca abierta. Hablar bien de los ríos claros y transparentes, pero hablar mal de los politicos opacos y tramposos; hablar bien de los árboles erguidos y frondosos, pero hablar mal de las instituciones torcidas e corrompidas; hablar bien del país, pero hablar mal de quienes se lo han embolsado.

El oficio de ser un buen ciudadano parte del compromiso de llamar a las cosas por su nombre. De descubrir la verdad aunque haya tantos empeñados en esconderla. De decirle a los corruptos que lo han sido; de decirle a los abusivos que deberían dejar de serlo; de decirle a quienes han expoliado al país que no tienen derecho a seguir haciéndolo; de mirar a México con la honestidad que necesita; de mostrar que somos mejor que nuestra clase política y no tenemos el gobierno que merecemos.

De vivir anclado en la indignación permanente: criticando, proponiendo, sacudiendo. De alzar la vara de medición. De convertirte en autor de un lenguaje que intenta decirle la verdad al poder. Porque hay pocas cosas peores —como lo advertía Martin Luther King— que el apabullante silencio de la gente buena. Ser ciudadano requiere entender que la obligación intelectual mayor es rendirle tributo a tu país a través de la crítica. Ahora bien, ser un buen ciudadano en México no es una tarea fácil. Implica tolerar los vituperios de quienes te exigen que te pases el alto, cuando insistes en pararte allí. Implica resistir las burlas de quienes te rodean cuando admites que pagas impuestos, porque lo consideras una obligación moral. Lleva con frecuencia a la desesperación ante el poder omnipresente de los medios, la gerontocracia sindical, los empresarios resistentes al cambio, los empeñados en proteger sus privilegios.

Aun así me parece que hay un gran valor en el espíritu de oposición permanente y constructiva versus el acomodamiento fácil. Hay algo intelectual y moralmente poderoso en disentir del statu quo y encabezar la lucha por la representación de quienes no tienen voz en su propio país. Como apunta el escritor J.M. Coetzee, cuando algunos hombres sufren injustamente, es el destino de quienes son testigos de su sufrimiento, padecer la humillación de presenciarlo.

Por ello se vuelve imperativo criticar la corrupción, defender a los débiles, retar a la autoridad imperfecta u opresiva. Por ello se vuelve fundamental seguir denunciando las casas de Arturo Montiel, los pasaportes falsos de Raúl Salinas de Gortari, las mentiras de Mario Marín, los abusos de Carlos Romero Deschamps, el escandaloso Partido Verde, los niños muertos de la guardería ABC y los cinco millones de pobres más. No se trata de desempeñar el papel de quejumbroso y plañidero o erigirse en la Cassandra que nadie quiere oir. Ni de llevar al cabo una crítica rutinaria, monocromática, predecible. Más bien un buen ciudadano busca mantener vivas las aspiraciones eternas de verdad y justicia en un sistema político que se burla de ellas. Sabe que el suyo debe ser un papel puntiagudo, punzante, cuestionador. Sabe que le corresponde hacer las preguntas difíciles, confrontar la ortodoxia, enfrentar el dogma. Sabe que debe asumirse como alguien cuya razón de ser es representar a las personas y a las causas que muchos preferirían ignorar.

Sabe que todos los seres humanos tienen derecho a aspirar a ciertos estándares decentes de comportamiento de parte del gobierno. Y sabe que la violación de esos estándares debe ser detectada y denunciada: hablando, escribiendo, participando, diagnosticando un problema o fundando una ONG para lidiar con él. Ser buen ciudadano en México es una vocación que requiere compromiso y osadía. Es tener el valor de creer en algo profundamente y estar dispuesto a convencer a los demás sobre ello. Es retar de manera continua las medias verdades, la mediocridad, la corrección política, la mendacidad.

Es resistir la cooptación. Es vivir produciendo pequeños shocks, terremotos y sacudidas. Vivir generando incomodidad. En alerta constante. Sin bajar la guardia. Alterando, milímetro a milímetro, la percepción de la realidad para así cambiarla. Vivir, como lo sugería George Orwell, diciéndoles a los demás lo que no quieren oir.

Quienes hacen suyo el oficio de disentir no están en busca del avance material, del avance personal o de una relación cercana con un diputado, un delegado, un presidente municipal, un Secretario de Estado o un Presidente. Viven en ese lugar habitado por quienes entienden que ningún poder es demasiado grande para ser criticado. El oficio de ser incómodo no trae consigo privilegios, ni reconocimiento, ni premios, ni honores. Uno se vuelve la persona que nadie sabe en realidad si debe ser invitado, o el colaborador de una revista a la cual le recortan la publicidad. Pero el ciudadano crítico debe poseer una gran capacidad para resistir las imágenes convencionales, las narrativas oficiales, las justificaciones circuladas por televisoras poderosas o Presidentes porristas. La tarea que le toca —te toca— precisamente es la de desenmascarar versiones alternativas y desenterrar lo olvidado. No es una tarea fácil porque implica estar parado siempre del lado de los que no tienen quién los represente, escribe Edward Said.

Y no por idealismo romántico, sino por el compromiso con formar parte del equipo de rescate de un país secuestrado por gobernadores venales y líderes sindicales corruptos y monopolistas rapaces. Aunque la voz del crítico es solitaria, adquiere resonancia en la medida en la que es capaz de articular la realidad de un movimiento o las aspiraciones de un grupo. Es una voz que nos recuerda aquello que está escrito en la tumba de Sigmund Freud en Vienna: “la voz de la razón es pequeña pero muy persistente”.

Vivir así tiene una extraordinaria ventaja: la libertad. El enorme placer de pensar por uno mismo. Eso que te lleva a ver las cosas no simplemente como son, sino por qué llegaron a ser de esa manera. Cuando asumes el pensamiento crítico, no percibes a la realidad como un hecho dado, inamovible, incambiable, sino como una situación contingente, resultado de decisiones humanas. La crisis del país se convierte en algo que es posible revertir, que es posible alterar mediante la acción decidida y el debate público intenso. La crítica se convierte en una forma de abastecer la esperanza en el país posible. Hablar mal de México se vuelve una forma de aspirar al país mejor.

Esta es una posición vital extraordinariamente útil pero heterodoxa en un lugar que cambia, pero muy lentamente debido la complicidad de sus habitantes y sus gobernantes. Porque hay tantos que parten de la premisa: “así es México”. Tantos que parten de la inevitabilidad. Tantos que parten de la conformidad. Ya lo decía Octavio Paz: “Y si no somos todos estoicos e impasibles —como Júarez y Cuauhtémoc— al menos procuramos ser resignados, pacientes y sufridos. La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de nuestras victorias nos conmueve nuestra entereza ante la adversidad. Allí está nuestro conformismo con la corrupción cuando es compartida. Nuestra propensión a compararnos hacia abajo y congratularnos —como lo hace Felipe Calderón— porque por lo menos México no es tan violento como la ciudad de Nueva Orleans.

Ante esa propensión al conformismo te invito a hablar mal de México. A formar parte de los ciudadanos que se rehusan a aceptar la lógica compartida del “por lo menos”. A los que ejercen a cabalidad el oficio de la ciudadanía crítica. A los que alzan un espejo para que un país pueda verse a sí mismo tal y como es. A los que dicen “no”. A los que resisten el uso arbitrario de la autoridad. A los que asumen el reto de la inteligencia libre. A los que piensan diferente. A los que declaran que el emperador está desnudo. A los que se involucran en causas y en temas y en movimientos más grandes que sí mismos. A los que en tiempos de grandes disyuntivas éticas no permanecen neutrales. A los que se niegan a ser espectadores de la injusticia o la estupidez. A los que critican a México porque están cansados de aquello que Carlos Pellicer llamó “el esplendor ausente”. A los que cantan en la oscuridad porque es la única forma de iluminarla.— México, Distrito Federal.

ideasypalabras@prodigy.net.mx

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